Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

viernes, 12 de noviembre de 2010

Elisa

Hay días en que en mi trabajo de oficinista gris, escondido en el frío formalismo de un documento público, encuentro pistas y señales que me permiten vislumbrar, intuir o inventarme vidas ajenas.
Hoy me he encontrado con Elisa, fallecida hace unos meses, y los diecisiete testamentos que redactó en los últimos treinta años. Elisa, que nació en el cuarto de los locos años veinte, casose joven, con un muchacho de buena planta y carácter manso, que le siguió una tarde de primavera, desde la puerta del taller de costura, en la calle Curtidores, en el que ella trabajaba hasta el número 30 ó 32 de la calle San Bernardo, donde vivía. La cortejó tres años, tres meses y dos días, y al siguiente pidió su mano.
Se casaron en la Iglesia de San Ginés el día de San Antonio, y después de merendar un chocolate con churros, los novios y sus invitados terminaron bailando pasodobles en la verbena del Santo. Durante los treinta y cinco años que estuvieron casados disfrutaron de una sosegada felicidad, porque la costumbre y la convivencia les había enseñado a quererse y respetarse según los cánones de la época. A finales de los años cincuenta, el día de Santa Cecilia, emigraron a París, siguiendo los pasos de un amigo de Andrés, que así se llamaba el muchacho de buena planta y carácter manso, que había conseguido colocarse en la Renault. Y allí en París, veintitrés años después, mientras los fuegos artificiales del catorce de julio inundaban el cielo parisino Andrés se despidió de su inminente viuda y cerró los ojos.
Viuda, sin descendencia, casi al borde de los sesenta, y con un trabajo por horas en casa de una modista amiga suya, Elisa creyó que aquello era el acabose. Sin embargo la vida está llena de sorpresas. Cuando el paso de los meses consiguió quitar la densidad suficiente a la tristeza para dejar de tener la sensación de que una losa le oprimía la cabeza y convirtió en un espejismo el pánico inicial, Elisa hizo el descubrimiento de su vida. Elisa tenía entidad propia, era autónoma, simpática, amigable, y poseía encanto. Se dio cuenta de que mujeres y hombres disfrutaban de su compañía. Profundizó en sus amistades anteriores, hizo nuevos y grandes amigos, y volvió a enamorarse.
El primer día que acudió a una cita formal con un hombre temblaba como una adolescente. Conocía de vista a René desde hacía quince años. Pero habían entablado conversación por primera vez seis meses atrás. La mañana del día de Nochebuena, ella estaba sentada en la mesita más cercana al ventanal del Café que separaba el portal de René del suyo. Todas las mesas del local estaban ocupadas, y él le pidió permiso para sentarse en la suya. Ella cogió su bolso para dejarle una silla libre y él pago la cuenta. Desde aquel día repetían la escena cuando se encontraban en el café o compartían paseos rumbo y a lo largo del Sena si se encontraban por azar.
Pero aquello era distinto. Era la primera vez que se reunían intencionadamente. A esas alturas de su vida, Elisa había dejado muchas cosas inútiles en el camino y había aprendido a beberse la vida sin tonterías. Así que aquella noche no se separaron en la puerta del café, sino que entraron en el mismo portal. Fue su primer amante, su primer amor y su primer testamento.
Después de René vinieron otros amantes, otros amores y otros testamentos. Algunos más en Francia, el resto ya instalada en España, después de su jubilación.
Elisa encontró a su hombre definitivo, o al menos a su último hombre, hace nueve años, de esa fecha es el último testamento. Se conocieron en la residencia. Federico se fijó en ella nada más verla atravesar la puerta, tan erguida, tan sonriente, tan elegante, y ella se fijó en Federico en cuanto puso aquel viejo disco de canciones francesas que tanto le recordaban sus paseos por el Sena.

Y es que, aunque a ratos nos parezca que no, la vida es larga y da para mucho.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso relato.

Fdo: un habitual

Anónimo dijo...

O sea que entre los 60 y los 90 tuvo 17 amantes y estuvo tan sumamente enamorada de los 17 que a todos ellos les iba convirtiendo en herederos y pese a sus fallecimientos o rupturas tuvo cuerpo, ¡¡ese cuerpo sexagenario!! para seguir enamorándose loquísimamente ¡¡viva la tercera edad!!. Yo creo que tenía varios hermanos y muchos sobrinos que le mareaban la cabeza y guerreaban por su herencia y al final, hasta el mismisimo... moño, iba a decir moño, de todos ellos, se lo dejó al Arzobispado de Toledo.

Maruxiña dijo...

Me sorprendes C. no creì que fueras tan escèptica... Deberìas quedarte con el mensaje, como ha hecho habitual (màs arcano que anònimo, me intriga)

Anónimo dijo...

Soy perro viejo, o perra, suena.. no se.. más golfo ¿no?