Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

jueves, 28 de mayo de 2020

Hablar por hablar


Raro, no se me ocurren más palabras para esta nueva fase. Me siento bien, no hay grandes preocupaciones que me agiten, pero algo bulle en mí. Me siento social, me digo. Hace unos días vi Parásitos, no me meteré a destriparla, porque como dice todo el mundo, es mejor no adelantar nada y que cada uno la vea y juzgue. Cuando acaba te quedas un poco decepcionada, "pues tampoco era para tanto", pero es de esas películas que después te das cuenta que se van colando en ti... como un parásito.

He vuelto al trabajo. Me meto en el metro y miro a mi alrededor, aquí estamos los que por falta de medios o por otras circunstancias (vale, autolimitaciones, lo confieso), no podemos viajar protegidos en nuestra burbuja automovilística. Pienso en Parásitos. Y mientras, los cacerolos, cada vez en grupos más reducidos, cada vez menos ruidosos, protestan porque sienten coartada su libertad. Me pregunto si con el tiempo lo que era una pandemia contra todos, no se convertirá también en algo selectivo. Mientras unos pueden seguir refugiados y protegidos gracias al teletrabajo, otros cruzan diariamente la ciudad jugando a la lotería. Mientras para algunos esto será un bache más o menos malo, pero nada más que un bache; para otros será un abismo, lleno de incertidumbre y penurias.

Pasarse siete horas tras una mascarilla es algo asqueroso, sientes la cara abotargada y sucia. Viajas con el gel hidroalcoholico en el bolsillo y si rozas un botón, un pasamanos o cualquier cosa te sientes obligada a verter un poquito entre tus manos. Llegas a casa y te duchas, pelo incluído, y tiras todo a lavar. ¿Exagerado?, no lo sé. Desde luego, ni parecido a lo que han vivido nuestros sanitarios durante estos meses, ni los trabajadores de los supermercados, ni los que han estado acudiendo a su puesto de trabajo sin interrupción pandémica.

Empiezas a encontrarte con familia y amigos, parece que no han pasado ni tres días desde que os visteis. Es una alegría, pero es raro también no poder dar abrazos y tener que saludarte con el codo. Te los comes con los ojos, desde la distancia, cercanía y lejanía en discordante antítesis simbiótica. Puf, difícil de definir la sensación. ¿Y esto, hasta cuando?

El primer día que te sientas en una terraza a tomarte el café de las 11 te da la sensación de que estás fuera de lugar, que haces algo impropio. Poco a poco, y como a todo, te vas acostumbrando y al tercer día te tomas ya tu café tranquilamente, pensando en tus cosas.

Leo y releo este post y, sí, tenéis razón, no tiene mucho sentido. Volver al blog es una de las cositas buenas que me ha traído el confinamiento y me apetecía teclear un rato. Por ausencia de inspiración, o quizás porque simplemente solo necesite fluir en este avanzar que iniciamos ahora, me he limitado a dejar salir algunas de las impresiones que me han acompañado esta semana. Quizás mañana donde dije diego diga digo, quí lo sá. Si has llegado hasta aquí, gracias, me gusta sentirme acompañada. ¿Os dije raro? Tal vez no sea raro, tal vez solo sea un "bueno, bueno, ya iremos viendo" (parafraseando a un sabio). Que ustedes fluyan bien.

domingo, 17 de mayo de 2020

Sin palabras


En la casa de Herrén de R pasamos largas sobremesas, casi a diario, durante muchos veranos. En invierno, aquello se podía convertir en pensión completa. El número de personas podía ir in crescendo, a medida que llegabamos los amigos de alguno de esos cuatro hermanos de nombres bíblicos, para acabar todos muchas veces revueltos compartiendo mesa, cafés, aperitivos y juegos. Allí echamos largas partidas de cartas, sostuvimos encendidas conversaciones, nos reímos a carcajadas, discutimos a grito pelado, se iniciaron flirteos que culminaron o no, nos tomamos algunas copitas e incluso acabamos cantando más de una noche.  

A veces estábamos solos y ocupábamos la casa por entero, sobre todo en invierno, pero la mayoría de las veces N y MP, los patriarcas, estaban allí y nos cedían el jardín o el porche para nosotros solos o se apuntaban a la tertulia o a uno de los equipos y jugaban a las cartas, al taboo o a lo que se terciase.

La casa de Herrén de R era una de esas casas de familia numerosa donde entras un día por primera vez y al cabo de dos semanas te sientes tan cómodo como en la tuya propia, la clave está en la bienvenida calurosa que notas nada más entrar. Y una de las claves de esa bienvenida era la mirada chispeante y llena de cariño de N, la misma que me ha regalado a lo largo de estos años cada vez que me encontraba con él por el pueblo. Su mirada y el inefable "¿María, un pacharán?", porque N sabía que yo no me negaba nunca a probar su pacharán casero.

Hay miradas de la generación anterior -de esa generación que un día resulta que vamos suplantando poco a poco y a la que también poco a poco vamos diciendo adiós- que hablan por sí solas. Las recibes y notas el cariño, te hacen sentir bien y hasta un poco especial. Son miradas que no se olvidan y cuando las piensas te hacen sonreír. Creo que es una especie de ligazón intergeneracional, que se da dentro de las familias, pero también fuera de ellas. Hay un cariño especial que emana de la propia amistad, y así sientes cariño por los amigos de tus padres y por los padres de tus amigos, adoras a los hijos de tus amigos e, intuyo, aprecias a los amigos de tus hijos a los que además vas viendo crecer a lo largo de los años; al fin y al cabo es gente que quiere a la gente que tú quieres y la hace feliz. Magnes armoris amor, que dijo aquél.

Pues eso, que gracias N.

jueves, 7 de mayo de 2020

Desescalada


No recuerda qué día exacto de la fase cero era. Debía llevar tres o cuatro días incorporada a su puesto de trabajo. El primer día viajó con un nudo en el estómago y tuvo que releer la página del libro tres o cuatro veces para enterarse de algo, el trayecto de ese día lo recuerda casi en nebulosa. El día dos fue diferente, poco a poco se fue relajando y acostumbrando, como a todo, así que la lectura avanzó bastante en aquellas casi dos horas de ida y vuelta.

Sí, fue el cuarto día. Levantó la mirada y sorprendió al hombre de enfrente mirándola fijamente. Se sintió incómoda. Pero entoncés él hizo un pequeño levantamiento de cabeza y de cejas y le enseño la portada del libro que llevaba en sus manos. Coincidencia. Se sonrieron. Ella se dió cuenta de que él sonreía porque se le marcaron unas pequeñas arrugas que surgían de las comisuras de sus ojos; a ella se le levantaron los pómulos. Divertida bajó la cabeza y siguió leyendo, aunque enseguida se puso a reflexionar en lo absurdo de ese alerta ante el otro que provocaba la nube de miedo al bicho.

Se volvieron a encontrar al día siguiente y sostuvieron una pequeña conversación sobre la novela. La lectura no avanzó demasiado en el transporte en días sucesivos. Intercambiaron nombres, datos sobre sus vidas, impresiones sobre el confinamiento. Empezaron a bajarse unas cuantas paradas antes, para recorrer juntos, a metro y pico el uno del otro, la distancia hasta el punto en que debían separarse para volver a sus respectivas casas.

En la fase uno sus paseos se hicieron más largos, el día que abrieron los parques tuvieron la suerte de llegar a tiempo de colarse en el aforo permitido en el botánico. Y hoy, después de intentarlo durante casi una semana, han conseguido una mesa libre en una terraza. El camarero se acerca ya con dos copas de vino en la bandeja y ellos se miran expectantes. ¡Ha llegado el momento! Por absurdo que pueda parecer todavía no se han quitado la mascarilla.