No los soporta,
en serio, ahora se lo está contando a la abuela. Ni que hubiera atracado un
banco. Cada vez que se le ocurre hacer algo diferente se tiene que enterar toda
la familia, incluyendo familiares de tercer y cuarto grado. ¿Por qué tienen que
saber todos lo que ella hace? Mamá lo cuenta dramática, desesperada, como si
hubiera descubierto que su hija trabaja en un burdel. Habría sido una buena
actriz. Hace como si estuviera hablando en secreto, con discreción, como ella
dice, pero Julia puede oírla sin problemas: “¡Mamá ya no puedo más! Está
rarísima, nos dijo que se había apuntado al equipo de baloncesto del colegio y
que tenía entrenamiento tres días a la semana y es todo mentira… y lo peor es que
no nos dice donde ha estado…”
Ella no va por
ahí contándoles que ellos discutieron ayer otra vez, que mamá le dijo que
estaba harta de él y que él respondió otra vez, sin mirarla, mientras se servía
una copa, que sin él ella no sería nada, que era una simple, que qué habría
hecho si no fuera por él. ¿Pintar cuadros absurdos? Que si se creía que con las
clases de arte que daba en la academia iba a llevar el tren de vida que
llevaba. Y ella le miró con cara de odio y salió del salón, pero a pesar de
todo se vistió para la cena y salieron juntos de casa y seguro que llegaron al
Casino de Madrid, en Alcalá, cerca de Sol, y bajaron del coche sonriendo, con
su máscara puesta, para reunirse con los compañeros de promoción de papá, todos
elegantes, ya cerca de los primeros puestos del escalafón, ufanos de repartirse
las mejores plazas del país.
¿Pintar cuadros
absurdos? ¿Y por qué no? ¿Por qué no agarra mamá la puerta y la lleva con ella
a vivir a uno de esos barrios por los que Julia ha estado paseando todos estos
meses? Libre, observando a la gente. Gente que viste de forma diferente y se
peina diferente y ríen y alzan la voz y pasean por la calle y si sonríes
mirando a alguien te devuelve la sonrisa. Lo ha comprobado.
Lo gracioso es
que les ha contado la verdad y no lo creen. Que lo único que ha hecho es comprarse
un abono transportes. Bueno, primero empezó comprando billetes sencillos. El
primer día cogió el 82 hasta Moncloa. Eso lo habían hecho una vez, en grupo,
con la madre de Merche, que las llevó a su casa para celebrar su cumpleaños. Y
caminó por la calle Princesa hasta el Corte Inglés y calculó el tiempo que
había tardado y dio media vuelta para estar a tiempo en casa. Y luego empezó a
usar el metro, primero la línea amarilla. Cada día bajaba en una estación
diferente y a veces se quedaba sentada en un banco y veía pasar a la gente y
otras andaba por las calles, con el plano de Madrid en el bolsillo.
Cuando llegó a
Sol ya había sacado el dinero de la hucha y se había comprado el abono. Y en
Sol parecía que confluían todos los caminos y podía salir a pasear por las
calles o coger otra línea, la roja o la azul claro, o subirse a algún autobús y
bajarse en cualquier parada para buscar de nuevo el camino de vuelta. Y
entonces se le ocurrió contar en casa que además de los entrenamientos se
habían apuntado en una liga y que los sábados por la mañana tenían partido.
Sabía que ellos no tendrían ningún interés de ir a verla, además, los sábados
por la mañana jugaban al paddle y comían en el club.
Continuó con sus
excursiones vertiginosas entre semana, pero ahora le servían para planificar lo
que haría los sábados. En lugar de estudiar se perdía en Internet, buscando
lugares interesante que visitar, descubriendo qué había más allá, como podía
llegar andando desde Príncipe Pío, hasta Madrid Río y seguir hasta Legazpi o
girar a la derecha y llegar hasta el Lago de la Casa de Campo; donde estaban
Vallecas, Carabanchel, la Elipa... Había tanto para ver, pero no tenía prisa,
tenía tiempo.
Pero lo había
estropeado todo, por bocazas. Supo que había metido la pata en cuanto Alicia,
temblando, se montó en el autobús a su lado. No paró de hablar en todo el
camino, todo le daba miedo, todo el mundo le parecía un delincuente, bajaron en
Callao y Alicia le cogió la mano, estaba aterrorizada, empezó a llorar y a
pedirle que volvieran. Y ella accedió, total, no habría disfrutado del paseo.
Así que regresaron a Moncloa y volvieron a coger el autobús y aunque le hizo
prometer que no diría nada, la madre de Alicia llamó esa misma tarde a su madre
y allí parecía que iba a acabar todo.
Pero ¿qué iban a
hacer? ¿Iban a perseguirla las veinticuatro horas del día? En algún momento
bajarían la guardia y ella volvería a comprarse un abono transporte y volvería
a sentirse libre, adulta, aventurera, y seguiría explorando su ciudad, viendo
todas sus caras, descubriendo que el mundo era mucho más que un colegio de
monjas, un chalet de tres plantas o un barrio de calles silenciosas y fincas
amuralladas.