Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

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domingo, 11 de noviembre de 2012

El catálogo


El otro día entré el super y me sentí asaltada por el módulo de los turrones. ¿Ya estamos así? Me dije al sentir que dos meses antes la Navidad se hacía omnipresente.

Tres días después, al abrir el buzón me encontré con 
Ante el catálogo, que es la cosa más comercial que existe, no me sentí agredida, me sentí transportada.

El catálogo, ese mazacote lleno de juguetes contenía magia. El catálogo era la estrella navideña que anunciaba a los Reyes Magos. Era la puerta al mundo de los juguetes, sólo tenías que elegir y esperar. ¿Quién recordaba de un año para otro que sus Majestades no leían con demasiada atención la carta y siempre se olvidaban de más de la mitad, o que se equivocaban y en lugar de una cosa traían otra, o que la bici que habías pedido la recibía otro de tus hermanos porque tú tenías el tamaño justo para heredar determinado modelo BH?

Nadie. Nadie. Cuando el catálogo llegaba a tus manos, si tenías suerte y eras el primero corrías a esconderte debajo de la mesa, o detrás de una cama. Y allí, pasabas las hojas con un rotulador de cualquier color en la mano. Me lo pido, me lo pido, me lo pido… Y con un círculo irregular, si es que eso existe, enmarcabas el objeto de deseo. Es decir, enmarcabas el ochenta por ciento del catálogo. Si tenías mala suerte y ya lo había pillado otro, te tocaba esperar, o localizar su escondite y asomar la cabeza, o intentar asomarla ofreciendo resistencia a los empujones “quitamoscas” del primer posicionado.

Luego estaban las negociaciones. “Me lo pido”. “No, eso me lo pido yo, mejor tú pídete ésto, que es genial y divertidísimo”. “Pero es que a mí me gusta la tricotosa” “¿La tricotosa? Eso es una tontería, mejor te pides esa caja del Exín Castillos, la juntamos con la mía y hacemos castillo más grandes”. Tener hermanos mayores tiene eso, sufres manipulación mediática desde tu más tierna infancia…

En casa además visitábamos al padrino, que no era pastelero como el de la gran familia, sino juguetero, que molaba más (y lo que más molaba era que el padrino era Mío, lo que me hacía sentir tan importante como para pasearme con la nariz alta delante de mis hermanos, aunque ellos ni se percatasen, cuando se trataba de juguetes). Sus Majestades de Oriente solo tenían que pasar por la calle Colegiata. Entrar en aquél almacén que a mí me olía a gloria bendita (de ahí me viene la manía de aspirar hondo cuando entro en un almacén de mercancías). Recoger el pedido de la familia L. y depositarlo en casa. No podían quejarse, les dábamos el trabajo hecho, y aún así siempre se les perdía algo por el camino. Pero ¿qué más daba?

Magia, magia, magia. Me niego a admitir ningún rasgo de consumismo en ese proceso. Igual que me niego a admitir que los niños de ahora sean sólo consumismo (lo son porque los mayores lo fomentamos y permitimos). Creo en la mágica proximidad de los Reyes Magos y espero que a pesar de esa cosa horrible que empieza por C. la inmensa mayoría de pequeñajos de este país pueda disfrutar de la ilusión de recibir algo bonito la mañana de Reyes.

Desde la frivolidad con que empecé a escribir este post, me quedo dándole vueltas al tema. Pero muchas vueltas… 



1 comentario:

Anónimo dijo...

Hombreeee, bienvenida. Esa cosa horrible que empieza por C.