El otro día entré el super y me sentí asaltada por el módulo
de los turrones. ¿Ya estamos así? Me dije al sentir que dos meses antes la Navidad
se hacía omnipresente.
Tres días después, al abrir el buzón me encontré con
Ante el catálogo, que es la cosa más comercial que existe, no me
sentí agredida, me sentí transportada.
El catálogo, ese mazacote lleno de juguetes contenía magia.
El catálogo era la estrella navideña que anunciaba a los Reyes Magos. Era la
puerta al mundo de los juguetes, sólo tenías que elegir y esperar. ¿Quién
recordaba de un año para otro que sus Majestades no leían con demasiada
atención la carta y siempre se olvidaban de más de la mitad, o que se
equivocaban y en lugar de una cosa traían otra, o que la bici que habías pedido
la recibía otro de tus hermanos porque tú tenías el tamaño justo para heredar
determinado modelo BH?
Nadie. Nadie. Cuando el catálogo llegaba a tus manos, si
tenías suerte y eras el primero corrías a esconderte debajo de la mesa, o
detrás de una cama. Y allí, pasabas las hojas con un rotulador de cualquier
color en la mano. Me lo pido, me lo pido, me lo pido… Y con un círculo
irregular, si es que eso existe, enmarcabas el objeto de deseo. Es decir,
enmarcabas el ochenta por ciento del catálogo. Si tenías mala suerte y ya lo
había pillado otro, te tocaba esperar, o localizar su escondite y asomar la
cabeza, o intentar asomarla ofreciendo resistencia a los empujones “quitamoscas”
del primer posicionado.

En casa además visitábamos al padrino, que no era pastelero
como el de la gran familia, sino juguetero, que molaba más (y lo que más molaba
era que el padrino era Mío, lo que me hacía sentir tan importante como para
pasearme con la nariz alta delante de mis hermanos, aunque ellos ni se
percatasen, cuando se trataba de juguetes). Sus Majestades de Oriente solo
tenían que pasar por la calle Colegiata. Entrar en aquél almacén que a mí me olía
a gloria bendita (de ahí me viene la manía de aspirar hondo cuando entro en un
almacén de mercancías). Recoger el pedido de la familia L. y depositarlo en
casa. No podían quejarse, les dábamos el trabajo hecho, y aún así siempre se les
perdía algo por el camino. Pero ¿qué más daba?
Magia, magia, magia. Me niego a admitir ningún rasgo de
consumismo en ese proceso. Igual que me niego a admitir que los niños de ahora
sean sólo consumismo (lo son porque los mayores lo fomentamos y permitimos).
Creo en la mágica proximidad de los Reyes Magos y espero que a pesar de esa
cosa horrible que empieza por C. la inmensa mayoría de pequeñajos de este país
pueda disfrutar de la ilusión de recibir algo bonito la mañana de Reyes.
Desde la frivolidad
con que empecé a escribir este post, me quedo dándole vueltas al tema. Pero
muchas vueltas…
1 comentario:
Hombreeee, bienvenida. Esa cosa horrible que empieza por C.
Publicar un comentario