Dos metros de altura. Casi un metro de espaldas. Unos
vaqueros rotos y una camisa de color caqui. Tatuajes en ambos brazos. Una barba
de chivo. Todo en él parecía estudiado para dejar claro que era un tipo duro.
Pero hasta los tipos duros tienen su corazoncito.
Subió al escenario con la guitarra al hombro. Veinticinco
años pisando las tablas antes de los conciertos, de micro en micro, de
instrumento en instrumento. Veinticinco años templando cuerdas ajenas para
asegurarse que las falsas notas no pudieran deberse a motivos técnicos.
Veinticinco años escuchando entre bambalinas los conciertos
de todo tipo de músicos. Grandes bandas, pero también niñatos atronadores.
Veinticinco años componiendo a escondidas. Reciclando de alguna manera las
notas que cada noche entraban por los poros de su cuerpo.
Y por fin la oportunidad de hacerse oír. Esa noche no
tendría que bajarse del escenario antes de que comenzara el concierto. Porque esta
vez, él daría inicio al concierto. Aún ni sabía como el dueño de la sala había
aceptado que fuera el telonero de aquella cantante de Jazz.
“Veintincinco años afinando las guitarras de otros es mucho
tiempo. Y entre un concierto y otro a mí también me ha dado tiempo a escribir
alguna canción”. Eso dijo y después empezó a cantar. Qué más daba que la
mayoría del público mirase hacia otra parte, o que siguieran hablando por lo
bajini. Al menos era un público educado. Le dejaban cantar, aplaudían al final
de cada canción y, lo mejor, mañana no tendría que leer ninguna crítica. Los
teloneros nunca aparecen en las críticas.
A él le daba igual. Estaba sobre un escenario. Tocaba su
guitarra y cantaba sus canciones. Solo echaba de menos que ella estuviese allí.
Si esa estúpida de Marga estuviese allí para oírle. “No tienes corazón” le
había dicho la última vez que cerro la puerta de su casa.
¿No tengo corazón? Mira si tengo corazón. Diecisiete
canciones le he dedicado a tu último portazo. ¿No tengo corazón? ¡Ay, si
pudieras verme!
No hay comentarios:
Publicar un comentario