Levanto la persiana. Frente a mí, diez pisos más abajo, la Playa de San Lorenzo, en toda su extensión, se me regala. El aturdimiento del despertar reciente me hace preguntarme qué son esas manchas negras que se apiñan a veinte metros de la orilla. ¿Pájaros? ¿Focas? Por fin abro completamente los ojos –y el cerebro- son surfistas, me río de mi misma. Son las diez de la mañana y el paseo marítimo -el muro- está lleno de gente, en la playa dos o tres bañistas caminan hacia el mar.
Hace un día precioso. No hay nada tan revitalizante como contemplar la costa asturiana cuando las nubes se separan lo suficiente para dejar pasar la luz del sol. Me siento bien, estoy llena de energía, no veo la hora de bajar y convertirme en otra paseante más de este Gijón que me va a adoptar durante una semana.
CENA DE YAYOS Y PRETENDIDA MODERNIDAD
Hace 5 años
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