Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

martes, 24 de noviembre de 2009

Por el muro y más allá



Salgo de nuevo a pasear Gijón. ¿Qué mejor que aprovechar mi estancia para absorber esta energía verde, azul y luminosa, que sé echaré de menos durante meses?
Hoy, hasta se podría tomar el sol en la playa, en un lugar resguardado, como la pareja del fondo, o ser tan valiente como esa turista –lo deduzco por la tonalidad rubia de su pelo- que detiene el paseo de un buen número de gijoneses que permanecen acodados en la barandilla cercana a La Escalerona. Alta la marea, a apenas quince metros del muro, la extranjera flota boca arriba, con las piernas hacia el horizonte, seguro que más de uno se pregunta si recibe los embates del mar a cuerpo totalmente descubierto.
Por el muro pasea gente a todas horas. Ayer mi amiga Maruchi -mi anfitriona-, y yo, lo recorrimos ya anochecido, en patines y en bici, respectivamente. Hoy el día está totalmente despejado, hay gente de todas las edades, un montón de abuelos pasean empujando un carrito, con cara de abuelos orgullosos de sus nietos/as. Me adelantan corredores cada dos por tres. Yo paseo.
Y el muro, que termina en el extremo este de la playa de San Lorenzo, se prolonga hasta el más allá, así que puedes seguir la orilla del mar. Escuchando las olas, que rompen incansablemente, hoy de manera tranquila.
Y en ese más allá de la playa de San Lorenzo está ella. La Lloca del Rinconín, oficialmente la Madre del Emigrante. Me enamoré de ella la primera vez que la vi y procuro no dejar de visitarla. Así que en el camino de ida le he guiñado un ojo y a la vuelta, como le había prometido, me he parado a visitarla. Le he hecho unas cuantas fotos y me he sentado a su vera, con el sol calentando mi costado izquierdo. Sentada en el suelo, apoyada en el murete que circunda su placita. (Con un poco de desconfianza hacia la rejilla adosada a su perímetro, cruzando los dedos para que de su interior no salga ningún bicho.)
Estoy frente a ella, un poquito a su derecha, la lloquita es de miembros grandes, como yo –manos, pies, nariz, ojos- lleva un vestido largo, que acaba en el comienzo de sus pantorrillas, el viento la despeina, enredándole el pelo y pega la ropa a su cuerpo.
Mira hacia el horizonte, hacia un más allá mucho más allá del Cantábrico, hacia donde navegaron tantos y tantos hijos de esta tierra de emigrantes, igual que el padre del abuelo. Así que esta lloquita de rostro, más que triste, preocupado por el hijo que camina hacia un futuro incierto, es un poco tatarabuela mía.
Tiene un brazo extendido y a mí me dan ganas de abrazarme a su cuerpo de bronce, cálido como el de una madre.

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