Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

Y es que, todo depende del balcón desde el que miras

viernes, 28 de febrero de 2014

Raros, raros, raros...


Era un padre tan raro que untaba las galletas con fantasía y así preparaba el desayuno de sus hijos. Ella, su mujer, se levantaba al alba y subía a la azotea, le gustaba tanto ver amanecer. La hija pequeña se ponía los zapatos del revés, el derecho en el pie izquierdo y viceversa, decía que así sus pies serían más libres de elegir a donde ir. El hermano mediado se quedaba mirando al vacío durante horas, vivía aventuras en silencio. Alba, la mayor, sí, el nombre lo eligió la madre, se cepillaba el pelo ciento veintitrés veces, ni una más ni una menos, cada mañana, después daba tres vueltas de campana, tres sencillitos flip flap, para que su pelo se alborotase y el peinado fuera lo más natural posible. Tenían un gato que se tiraba a la piscina a nadar en cuanto te descuidabas, y un perro que aprendió a trepar a los árboles siendo bien cachorro.

Cuando se mudaron, las gentes del barrio, siempre uniformadas con trajes más bien grises, no paraban de repetir: ¡Vaya una familia rara! Pero poco a poco y casi sin darse cuenta, el color empezó a inundar las calles. Doña Amalia, la vecina del 102, se tiñó su blanco pelo de azul brillante y se plantó dos horquillas decoradas con pequeños osos panda de resina. Pedro, el oficinista del 97, dono todos sus trajes menos uno, por si acaso, a la parroquia, y se compró unas botas de ranchero. Los niños empezaron a correr por las calles. El parque se llenó de voces y de luces. Y empezó a convertirse en costumbre llevar unos panchitos, unas pipas, una tortilla o unos callos, para compartir con los vecinos, los sábados por la mañana a la hora del aperitivo. Así, hablando y hablando, se fueron enterando de que todas las personas del barrio tenían alguna rareza. Marisa, la carnicera, cantaba en la ducha, bueno, ahora a veces también cantaba en el parque, como una verdadera soprano. A Emilio, el del 95 le gustaba coleccionar los envoltorios de los snacks, bollitos y saladitos que comía entre horas; a final de año hacía un mural con ellos y lo donaba a una organización benéfica que lo subastaba y con el dinero obtenido ayudaba a equipar escuelas allende los mares; era una forma de purgar el sentimiento de culpa por ser un tripero, como le llamaba su abuela cuando era pequeño.

Descubrieron que les encantaba ser raros, diferentes y originales. Distintos unos de otros, pero con el vicio común de disfrutar de las rarezas de los demás. ¡Pon un raro en tu vida!, solían decir a sus amigos, los que no eran del barrio y por el brillo de su mirada, la amplitud de su sonrisa y el sentimiento con el que lo decían, aquellos que les escuchaban sabían que debían buscar la rareza. Porque en la rareza está la riqueza.

¡Feliz día de las enfermedades raras!

Este para mi chica especial.



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